Obligamos a compartir, a obedecer sin cuestionar, enseñamos a nuestros hijos a ser «buenos», a no pelearse con los demás… pero el espíritu crítico, la reflexión y la opinión personal son clave para el desarrollo de la personalidad, la autonomía y la autoestima. Y es que a veces enseñar a decir no, a defenderse, a hacer la higa o un corte de mangas es tan importante como enseñar a compartir, dar las gracias o pedir perdón. Hablamos de la importancia de educar en una sana desobediencia.
Ser obediente NO es estar bien educado
Hay una visión socialmente generalizada según la cual los niños y niñas obedientes son aquellos que siguen, sin rechistar, las instrucciones que se les dan, y si son obedientes, son también bien educados.
Es verdad que hay niños de muy fácil convivencia y niños que presentan mucho más a menudo oposición (igual que los adultos, que los hay más conciliadores y más inconformistas), pero hay que tener cuidado con asociar educar en la obediencia a educar en la sumisión.
Sumisión a lo que padres, profesores y adultos en general les digan, indiquen u ordenen «por su bien», corriendo el riesgo de hacerlos sumisos, dependientes, seguidistas, conformistas, adictos al reconocimiento exterior e incapaces de pensar por sí mismos y tomar decisiones.
Tener espíritu crítico SÍ es estar bien educado
Una persona «obediente» es aquella que «acata» la voluntad de la persona que manda, de lo que establece una norma o de lo que ordena la ley.» Es decir: la obediencia no es sumisión, sino capacidad de adaptarse para acatar la autoridad (en pos de un determinado bien y siempre que no incurra en el abuso de autoridad).
Un niño obediente es, pues, aquel capaz de acatar lo que le pide otra persona porque esta goza de autoridad. Ahora bien, los niños no son empleados ni subordinados, ni reclusos, por lo que la autoridad del adulto se la gana este por la manera de interactuar con el niño. Es decir: se conquista gracias al respeto, no con el abuso de poder.
Alguien es «sumiso», en cambio, cuando «se somete, sin cuestionarlos, a la autoridad o la voluntad de otra persona o a lo que las circunstancias imponen.» Es decir: una persona sumisa es aquella que no pone nunca en tela de juicio las órdenes que se le dan, no hace uso del propio criterio personal ni se cuestiona nunca su propio bienestar.
Un niño sumiso es, por tanto, un niño que se somete al dominio de otra persona. Se somete porque esa persona ha enseñado al niño a tener miedo (con castigos, reproches, azotes o regañinas) y así le ha infundido un sentido de obligación sin rechistar (por temor a ser ninguneado, humillado, no querido, castigado, etc.) si no se comporta como el adulto quiere, incluso aunque no lo entienda.
Un niño bien educado es, por tanto, un niño con espíritu crítico. Un niño que no cuestiona a las personas a las que obedece porque le han mostrado su disponibilidad y su cariño, porque se han ganado su confianza y respeto, porque no le obligan a obedecer porque sí, porque le ofrecen razones y le han explicado en cada caso las consecuencias que tiene desatender ciertas acciones.
La desobediencia es síntoma de inteligencia
El ser humano ha sido capaz de evolucionar gracias a su espíritu inconformista. En todas las épocas de la humanidad, ha habido rebeldes, revolucionarios y grandes genios que se han adelantado a su época oponiéndose al orden preestablecido en pos del progreso.
Si dichas personas no hubieran sido capaces de cuestionar, reflexionar y «desobedecer»; es muy probable que aún estuviésemos en la época de las cavernas…
La desobediencia es el primer síntoma de inteligencia. Tener un espíritu crítico y enfrentarse a la vida no asumiendo verdades absolutas, sino esperando aprender en base a la experiencia personal y el propio criterio, es el motor de la evolución y el porgreso.
De lo contrario, todos actuaríamos como borregos, influenciados por corrientes de moda sin plantearnos nada más allá de los estándares preestablecidos. Eduardo Galeano decía que «ojalá podamos ser desobedientes cada vez que recibimos órdenes que humillan nuestra conciencia o violan nuestro sentido común».
Ellos no nacen desobedientes ni sumisos
Los niños y niñas no nacen obedientes ni desobedientes, sumisos ni críticos. Nosotros los adultos, interaccionando con ellos durante la infancia y adolescencia, somos quienes les vamos indicando el camino del pensamiento crítico (aquel que nos permite saber cuándo corresponde la obediencia o la oposición) o el camino de la sumisión.
Los adultos que se relacionan con los niños (padres, hermanos mayores, familiares, docentes, etc.) influyen en ellos. Por eso es importante que nos esforcemos por no enseñarles a obedecer o no obedecer en función de ser la autoridad, sino por ser personas de confianza para ellos, alguien que les cuida, les protege y, sobre todo, les quiere.
Es desde ese acompañamiento, cuidado, protección y cariño que el niño va construyendo y aceptando al adulto como referente. Si el referente es sano, la obediencia surge sola. Y esa obediencia nunca será sinónimo de sumisión ni impedirá que el niño desarrolle su espíritu crítico, su autoestima y su autoaceptación.
Si el referente, en cambio, se construye en base al miedo, a la humillación, a la obligación, a la represión, al temor al desamor, al enfado, la tristeza, la soledad o el abandono entonces aparecerá la sumisión y de su mano un miedo enfermizo a perder el cariño de sus padres o profesores, por lo que el tipo de apego que el niño desarrollará en su fase adulta será insano y generará relaciones de dependencia o evitación con sus semejantes.
Cuando sentimos que nuestra opinión, necesidades y deseos no valen nada; poco a poco vamos interiorizando el sentimiento de que nosotros no valemos. Entonces perdemos autoestima y vivimos pendientes del reconocimiento ajeno, que esperamos siempre con ansiedad. En este estado, es fácil que nos dobleguemos a las necesidades y deseos de los otros, para no contrariarles y obtener su reconocimiento, y nos volvamos sumisos.
Los adultos solemos tender a formar niños sumisos por propia comodidad y, en nuestras relaciones con ellos, olvidamos que serán adultos el día de mañana. Por eso es importante que interioricemos y proyectemos la clase de adulto en que queremos verles convertirse.
¿Por qué desobedecen los niños?
Los niños desobedecen, sí. Lo hacen por toda una serie de motivos que nada tienen que ver con el reto, el desafío o la lucha de poder. Un niño es un niño. Da igual la de veces que le digas que no debe cruzar la calle. Si pierde la pelota con la que está jugando, la cruzará.
Esto es así porque su impulso primario le lleva a seguir el movimiento y la dirección de su objeto de deseo (un objeto esférico, probablemente de colorines ¡y en movimiento nada menos!). Está inmerso en un juego que le entretiene y divierte, está centrado solo en eso y distraído de todo lo demás. No es que no quiera obedecer, es que NO PUEDE. Sencillamente.
En su primera infancia lxs niñxs están aprendiendo absolutamente TODO del mundo que les rodea. Hay muchas normas y reglas, hábitos y rutinas que tienen que interiorizar, practicar y memorizar. ¡Estar al tanto de todo eso es muy difícil! Imagina que llegaras por primera vez a un trabajo que nunca has desempeñado y esperaran de ti que absorbieras toda la información de golpe y rindieras como si llevaras años en ese puesto. ¡Es de locura!
Tenemos que ser más conscientes de que los niñxs tienen que madurar a su ritmo. Además, llegan al mundo sin tener experiencia previa de absolutamente nada, y su memoria está por desarrollar, no funciona tan bien como la nuestra.
Con paciencia, empatía, cariño y serenidad les ayudamos mucho más que si nos desesperamos con ellos y les asustamos con gritos y amenazas, o les tratamos injustamente con castigos que no entienden y solo sirven para que acumulen rencor y nos oculten conductas en el futuro. Y es que a menudo cometemos el error de castigar a los niños por ser niños.
Ni el chantaje ni las prisas son buenas amigas de la crianza respetuosa y la educación consciente
Fijaos en las situaciones en las que ordenamos hacer algo a un niño «porque sí». Generalmente este tipo de orden suele surgir en situaciones de estrés en las que perdemos la paciencia porque no tenemos tiempo para pararnos a enseñar o dar explicaciones…
La sociedad actual nos exige un ritmo de vida hostil para los más pequeños. Ellos necesitan tiempo para poder aprender a hacer las cosas bien y también para comprender lo que se les dice.
Cuando no nos damos a nosotros mismos ese tiempo necesario, y no les ofrecemos a ellos todo el tiempo, espacio, empatía, cariño, comprensión y tolerancia que necesitan (es decir: cuando el acompañamiento que les prestamos no es el adecuado) surge la orden («haz esto sin rechistar») o el chantaje («haz esto y a cambio…»).
Es entonces cuando comenzamos a criar niños sumisos. Y los niños sumisos se convierten en adultos sumisos, los que más abusos, de todo tipo, pueden sufrir. Así que es peligroso desear tener hijos/as sumisos/as. Lo saludable es querer es que sean capaces de sentir lo que valen y de lo que son capaces sin necesitar mendigar el reconocimiento ajeno.
Niños «maleducados» que saben lo que quieren
Si sustituimos las palabras «culpa» por «responsabilidad», «desobedecer» por «equivocarse» y «autoridad» por «respeto» es mucho más fácil adoptar un enfoque pedagógico mucho más positivo, constructivo y enriquecedor. Entonces, los castigos y las amenazas se vuelven inútiles.
La obediencia viene sola cuando confiamos y respetamos a nuestros semejantes. De igual forma, la obtenemos cuando nos ganamos la confianza y el respeto de nuestros iguales. Los niños no son adultos en miniatura, tienen otras necesidades; pero también son personas. Lo son desde que nacen.
En cambio, la sumisión es algo que se inculca tratando de demostrar autoridad. En realidad la autoridad es algo que ya tenemos por el mero hecho de ser sus padres, de ser mayores, más sabios, más fuertes… Los niños se dan perfectamente cuenta de esto, y también de quién los ama y de quién no.
Hay muchos adultos más pendientes de que los niños no molesten que de aprender a amarlos de forma saludable. Amar de forma saludable es enseñar a no molestar en según qué circunstancias, sí; pero también a no obedecer ciegamente, a diferenciar entre obedecer y someterse, entre defenderse y pegar…
En vez de desear tener hijos sumisos que no den guerra, deseemos ser capaces de ser madres y padres amorosos, capaces de dedicar tiempo de calidad a nuestros hijos en lugar de obligarles «porque soy tu padre», «porque soy tu madre», porque «Esto es lo que hay» o «Porque lo digo yo».
A veces enseñar a decir no, a hacer la higa o un corte de mangas es tan importante como enseñar a compartir, dar las gracias o pedir perdón. Y lo es incluso aunque nos lo puedan aplicar a nosotros porque, si esto sucede, quién sabe… a lo mejor es que de vez en cuando nos lo merecemos.
El respeto ha de ser mutuo. No nos olvidemos. Ha de serlo para nutrir el vínculo que nos une, la auténtica clave de nuestra influencia sobre ellos.
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